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Nuevos autores en Pinos Nuevos

Por Waldo González

Revista Tablas  46/1995

 

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Ulises Cala había merecido galardones nacionales que ya probaban su condición de dramaturgo. Sin embargo, sólo Ciertas tristísimas historias de amor será su primera obra editada.

 

Con fino olfato y segura percepción, el joven autor aborda en sus cinco piezas breves, una de ellas un monólogo, temas y asuntos del Hombre, algunos referidos a la antigüedad, todos unidos por una tragicidad contenida que no se regodea en lo emotivo, sino que (acorde con el binomio phatos-ethos de este forma o función para decirlo con Alfonso Reyes) asume hasta la savia las razones últimas de su existencia. Con ello, el dramaturgo logra (rara avis) ofrecernos su cosmovisión agónica y desgarrada de la Humanidad en la Tierra desde la Creación del Mundo. No en vano pregunta la Mujer a Dios en Otra fábula (primera y más lograda pieza) “¿Quién soy?” A lo que responde aquel: “Un punto medio entre Dios y la nada”.

 

Se trata, en efecto, de la sunción sobre la escena del Hombre con sus bondades y miserias, sus hosannas y abismos, sus triunfos y sus yeros. El penar, el sufrimiento y desgarre de su existir en el Universo a lo largo de estos siglos. Y todo, con esa avidez de perennidad impasible, de eternidad imposible que recorre la mejor escena de Grecia a la fecha, pasando por sus grande trágicos, Shakespeare, Goethe, et al.

 

En medio del “apego a la mugre, la pasión enfermiza por la miseria” (tal afirma Dios a la Mujer) se atisba en Ciertas… un canto humanísimo a lo más puro del hombre, como si el autor quisiera hacer catarsis con lo bajo e inmundo que circunda al Hombre, quien, en vísperas de otro siglo, se sabe extenuado, sucio, casi exánime.

 

Ulises Cala recurre pues a la orfandad salvadora de los humanos en los que “se juntan tantos torrentes (…) que a veces se desbocan más allá de su voluntad y sus fuerzas”, según confiesa Dios a la Mujer, proverbialmente.

 

Con Ciertas… su autor evidencia el desapego a los finales de cierre absoluto, acorde con la modernidad o, mejor aún, posmodernidad, si bien su dramaturgia se aviene más a esas “memorias de la derrota”, como se titula la segunda de sus piezas, cuestionadora igualmente de las carencias y dificultades que afrontamos los hombres en esta época finisecular. En consecuencia su escena es “abierta”, sugerente, polisémica, lo que permite, en no pocas ocasiones, acercarse a un teatro aleccionador en tanto muestra hasta la saciedad el estatus actual de la Humanidad y su posible derrotero de continuar así. Por supuesto, tal condición no tiene nada que ver con cierta dramaturgia didáctica, de “ideas”, a la manera del teatro romano para ser leído o el de España del siglo XVVII, con su poesía y novelística, fallido por pedagógico y no propio para la escena.

 

Ciertas tristísimas historias de amor constituye un buen punto de partida para Ulises Cala, quien aquí muestra (como Carmona Ymas con María y José) que ya podemos contar con otros dos nuevos y valiosos autores cubanos.

A LA SOMBRA DE CIERTAS HISTORIAS.

por Juan Ramón de la Portilla 

Abril 1995

 

Ediciones "Hermanos Loynaz" publicó en 1996 Sombras y otras sombras del dramaturgo pinareño Ulises Cala. Con la dignidad que ya caracteriza a estos libros (que así, con todo derecho, han de llamarse, y no plaquettes, como cabría esperar de producciones literarias locales), reciben los lectores un volumen que incluye dos piezas, El traje y Sombras, estructuradas según cánones clásicos, en la mejor tradición del teatro de los siglos de oro. Son, por tanto, rastreables, un Lope de Vega o un Calderón de la Barca. Pero la asimilación es provechosa, y de los orbes castizos de los maestros se ha auxiliado con astucia Ulises Cala para urdir dos historias cuya representación urge, aunque no es la materialización en escena inconveniente mayor para degustar claves o ideas que están implícitas y son susceptibles de revelación, y animación, en una lectura atenta e inteligente.

 

En la pieza inicial, el espacio cerrado de la sala de una casa se pluraliza debido a que refiere constantemente al pueblo, marco de ese hogar donde se despliegan todo tipo de situaciones risibles o caóticas, y pululan personajes intemporales (Sastre, Mujer, Hija, Suegro, Tendero, Alcalde), desasidos en apariencia de la realidad inmediata, esa en la que el autor, también él un poco marioneta, los crea y los hecha a caminar. De esta forma, conflictos de siempre son convocados y se patentizan casi como por arte de magia; la magia del teatro, se entiende, donde tampoco es de desdeñar alguna ambigüedad, algún equívoco enunciado desde que se descorre el telón. Allí, encabezando los Dramatis personae, el Sastre. ¿Y si trastornáramos una letra, que no la letra, de ese nombre? Sartre, entonces. Jean Paul, sí. Leamos: «No te dejes confundir, verás como todo son patrañas de esta gente. Nada tendré que pagar, que vayan donde les plazca, todavía confío en el respeto del hombre por el derecho ajeno». De un acto al otro, evoluciona el personaje hasta lograr una suerte de declaración de fe: se trata de un profesional de la costura que usará, en la boda de su hija, un traje confeccionado por un colega. Se verifica aquello de al que le sirva, que se lo ponga. Y retomando a Sartre, no hay tanta similitud con su obra dramática como con su famosa teoría del compromiso. Existe una inversión sutil, que potencia esta relación; el compromiso del modisto no es con los hombres sino con ese hombre que es él mismo.

 

Cierra el libro la pieza Sombras, que le valiera a Ulises Cala un premio nacional de talleres literarios. Un cardenal que va al Cónclave, pues ha muerto el Papa, se detiene en una taberna, encarga una opípara cena y, luego de pensarlo, también, por qué no, una botella del mejor vino. Con este presupuesto comienza el drama, donde estarán implicados, además, el posadero y su mujer, una muchacha, un sacerdote, una monja y un ciego. Otra vez personajes universales, otra vez sencillos decorados, pero, ya en la obra, topamos con la primera sorpresa: la división del material no se da en actos sino en cuadros. ¿Mero rejuego formal? Y a continuación la descripción del cardenal cuyo «rostro es el del hombre común, sus modales desenvueltos, si no fuera por el atuendo podría pensarse en un simple parroquiano». Las palabras tienden a lo plástico; luego abundaremos en su objetivo. Aquí, como en El traje, encontramos una intención especular; narcisista, incluso. ¿Cómo sería el cardenal en el pellejo del posadero? ¿Cómo luciría el sastre en ropas confeccionadas por un colega que lo supera en talento? De nuevo la inversión de una realidad tornada tan movediza que, en el apagón del final, ya no es posible confiar en el terreno que pisamos. Sin embargo, esa dinámica supuestamente precaria es compensada por la eternidad del instante detenido en la pintura, los cuadros de que hablé antes. Un sacerdote anciano, tonsurado, sentado en un sillón de ruedas, es conducido por una monja, y recuerda a una figura del Gioto. De modo que el libro permanece en oscilación, tembladera fija en el lienzo. ¿En la memoria del lector?

 

A ella, a la memoria, apelaré para llamar la atención sobre los puentes ocultos que, en ocasiones, construye la literatura. Ulises Cala publicó en la colección Pinos Nuevos de 1996, Ciertas tristísimas historias de amor, cinco piezas en las que, con el soporte del No japonés, y mediante el uso de un lenguaje posmoderno, se elabora toda una poética del desdoblamiento, tesis semejante a la expuesta en el libro editado por la casa «Hermanos Loynaz». A pesar de que Sombras fue escrita y premiada en los ochenta y de que los textos que componen el libro que salió bajo el sello de Letras Cubanas fueron concebidos, como mínimo, según me informó el autor, a partir de 1993, saltan a la vista algunos enlaces que demuestran la coherencia de estas creaciones. En Sombras, la mujer del posadero, irónica, halla que «la noche se presta para contar una muy triste historia de amor». Concluyo así que, en los dos libros, si bien formalmente lejanos, hay conjunciones temáticas. Toca ahora al público constatarlo, adentrándose en estos mundos con la certeza de que el tiempo en ello consumido no correrá en vano.

Poemas del hijo pródigo: añoranzas y… asombros*

Por Nery Carrillo

Revista Cauce 3/2003

 

¿Dónde está, poesía, Magdalena escondida mañana para siempre?

UC

 

Una breve mirada a la literatura de las últimas décadas en nuestro país nos permite distinguir, como rasgo distintivo, la pluralidad estilística, temática, racial, política, geográfica y sexual, entre otras, reformulada como consecuencia de la apertura temática y conceptual motivada por la redefiniciones socioeconómicas y culturales vividas y por los constantes cambios en el devenir ideológico de nuestro sistema social.

 

El conocimiento y reconocimiento de nuestros valores nacionales y de aquellas menos conocidas por los más jóvenes produce, en nuestro contexto, una perspectiva más universal y sugiere un diálogo inter y multicultural con las más diversas manifestaciones del momento, en general, signado por controvertidas ganancias y pérdidas en las que la forma y el contenido se abren difuminan en un interactuar dialéctico como expresión de la intensa evaluación de nuestra realidad.

 

Instinto, mesura, especulación, fabulación e intertextualidad aparecen en los más sobresalientes poetas de las últimas décadas, movidos en torno a una poética múltiple de cuyas influencias e interinfluencias resultaran las más logradas creaciones.

 

En este contexto y en una provincia que ha logrado cohesionar un grupo de voces reveladoras de esas nuevas propuestas estéticas, encontramos un poemario de sorprendentes matices  y una voz múltiple y personal a la vez: Poemas del hijo pródigo de Ulises Cala.

 

Con excelente presentación e ilustración de portada Pequeño teatro (fragmento) de Roberto Fabelo, y una esmerada edición, las ediciones Almargen de la editorial Cauce nos regalan, en cincuenta y una páginas, el asombro de un texto que fluye sin detención, a pesar de los múltiples sentidos (lúdicro, amoroso, filosófico) que hallamos en su discurso y legitiman el tono intimista ¿de extrañeza? Que proclama como concreción de la imagen lograda en su totalidad.

 

Estructurado en tres secciones: Pórtico, Estancias y Epílogo, el poeta se mueve entre la realidad y el recuerdo estableciendo un diálogo (¿sugerido?) con el lector, adentrándolo y haciéndolo partícipe de sus añoranzas y angustias.

 

Resulta interesante ese “modo de formar” (al decir de Humberto Eco) en que el poeta encuentra en otras voces (Vallejo, Diego, Jamis) la desnudes con que expresa el trascurrir del tiempo y la asunción de lo permanente esencial frente a lo circunstancial: lo primero, como huella perdurable; lo segundo como signo inevitable del desarrollo vital. Y es, precisamente, en esa controversia metatextual, que se mueve el autor para ofrecernos una visión contemporánea de los más hondos matices de la sensibilidad donde encontramos, desde lo particular, el gesto universal de la poesía.

 

Polvo, tiempo, soledad, nostalgia y desesperanza, adquieren significados que trascienden al expresar los múltiples sentidos del ser y del espacio y nos hacen sentir, en su plenitud, las vibraciones inequívocas de un proceso de interiorización cuya eficacia expresiva permite cristalizar los recuerdos e instantes congelados en imágenes sugestivas que provocan evocaciones y hasta complicidad en el lector.

 

Como en Fayad Jamis el polvo aquí es desolación, extrañeza, nostalgia, en síntesis depuradas cuyas “rendijas” dejan ver el gesto irónico y reflexivo, excluyente y finito de quien asume, con aparente inocencia, el replanteamiento ético y conceptual de la poesía como potenciación de las actitudes vivenciales más concretas.

 

Esperemos, pues, que este “hijo pródigo” vuelva de nuevo con su maleta cargada de asombros.

Pasajero*

Por José Alberto Lezcano

Revista Cauce 2/2004

 

Algunos novelistas de nuevo cuño piensan, erróneamente, que para lograr una buena obra todo consiste en lanzar la red y aguardar hasta que aparezcan suicidas potenciales, prófugos de la existencia, gente dispuesta a pagar con su vida el rechazo del/ al mundo. Pero se descubre que incluso los mejores temas no significan mucho si no están enmarcados en un conocimiento de cómo, por qué y para qué han sido escogidos. Los problemas que plantea la novela (el género más difícil en opinión de este comentarista, aunque muchos sigan diciendo que es el cuento) quizá no sean comparables al teorema de Fermat o la hipótesis de Riemann, pero pueden garantizar una buena jaqueca a todo el que se acerque a ellos sin la necesaria preparación. No creo en los novelistas que leen poco y creo menos en los novelistas demasiado intuitivos. Esas premisas me hacen recibir con interés la obra titulada El pasajero (Premio UNEAC de Novela 2002). El libro permite apreciar en Ulises Cala dos virtudes poco frecuentes y siempre dignas de elogio. Por un lado la capacidad de fundir tiempo y espacio con una vocación dinámica que lo lleva a identificarse con todo late, crece y decrece, muere y renace. Por otro, el don de construir personajes ajenos al estereotipo o las fórmulas trilladas.

 

El hallazgo de un cadáver en la estación ferroviaria de un pueblecito extraviado y oscuro es el dispositivo que pone en movimiento alguno de los círculos infernales que soñó Dante y otros que escaparon a su imaginación. Esta comienzo parece escapado de una novela policial a lo Ágata Christie pero muy pronto se sabrá que el legítimo objetivo de la historia se haya muy lejos de una urdimbre detectivesca: ese muerto “era un hombre joven y arecía dormido… sólo la placidez de un hermoso rostro ajeno a todo el conflicto que su presencia iba a desencadenar”. Fiel a ese juicio anticipado, el muero se convierte en un arquitecto de colisiones, un desencadenante de sorpresas, un revelador de enigmas, que apunta hacia el rostro verdadero de toda una comunidad. Ciertos focos de la exploración son tan inasibles como una corriente de aire, una columna de humo o el perpetuo movimiento de una cascada, pero el autor, en un acto de malabarismo que se agradece, logra capturarlos con la firmeza y, lo que es más importante, consigue darles una concreción verbal que parecía imposible. En el tratamiento del ambiente “municipal y espeso” vibra la tendencia a emplear las armas del emblema y el ícono. La exaltación de los signos como sucedáneos de la realidad de las cosas avanza a la misma velocidad del curso de los acontecimientos. Predomina el acento fatalista, la descripción de los efectos erosivos del tiempo “donde estuvo el jardín la maleza aprisionaba los troncos de antiguos rosales; en las pareces, antes blancas, la humedad abrió grietas en las que se empozaba una vegetación diminuta; la balaustra de los balcones estaba desprendida en algunos lugares y el color oscuro de la madera ya no contrastaba con aquellos sucios muros…”, el desgaste sígnico de un habitad abandonado a la inclemencia de la naturaleza y los almanaques. La estación, “la casa del nuevo médico, rico excéntrico, estudiado en Francia”, el prostíbulo, conforman un macroespacio donde lo nuevo es desplazado por la degradación.

 

Pintor de cámara oscura, Ulises Cala exagera la perspectiva cuando lo considera necesario y desenfoca con frecuencia sus figuras, pero al mismo tiempo las dota de un encanto particular que convierte su imaginería en un juego y un estímulo para la reflexión. El flujo y reflujo, el encadenamiento y la dispersión de los personajes en torno al magna intenso que despide el pasajero muerto, se desarrolla con una técnica que alterna la narración omnisciente con la primera persona o el monólogo interior o se desplaza por las sutilezas del estilo indirecto libre. Hay aquí más de una lección aprendida de Faulkner (en el leguaje, le subtexto, la entonación) lo que no causa asombro a quienes conocen la poderosa influencia ejercida por le patriarca sureño sobre numerosos escritores latinoamericanos (Rulfo, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez, Onetti, Roa Bastos) y los inevitables vasos comunicantes que alcanza la cuidad de Jefferson con los macondianos y malditos pueblos de provincia.

 

Todos los personajes evidencian exactitud y color e el diseño, pero quiero llamar la atención sobre dos figuras esculpidas con especial agudeza:

El soldado devenido sargento y, más tarde, jefe de estación (oportunista, calculador, inescrupuloso) es una de esas criaturas que, en el plano diegético, amenazan tragarse a los restantes personajes. El autor desciende a las zonas oscuras de ese hombre con una mochila de textos freudianos a la espalda y alcanza su punto culminante en el episodio donde el sargento proyecta su auténtica imagen sexual contra el vulnerable y atemorizado soldadito. Otra figura trazada sugerentemente es “la buena de Nana/que todo lo limpia, que todo lo sana”, mescla de generosidad y atavismo, que todas las semanas limpia y ventila la casa “para que el encierro y los malos espíritus no acaben con ella”.

 

Más allá y por encima de los aciertos técnicos, El pasajero se define como un ritual fabulado con oficio y autoridad que agita las partes dormidas y lo arrastra todo en un movimiento visceral. La vocación de perderse en lo insondable, lo salvaje y lo oscuro, cumple la desmesura de un destino que cabalga entre el Génesis y el Apocalipsis. El pasajero es la nave que busca el puerto ansiosamente y naufraga antes de alcanzarlo. Por todas partes algo huye, algo quiere escapar, algo se esquiva, se niega a ser acorralado. La historia se formula de hechos y acciones libres, pero el centro de gravedad no se pierde. Historia bien servida, hecha de tensiones, rivalidades, traiciones y odios.

 

Abierto a la cambiante sordidez de su paisaje, el autor pasa de la sobriedad a la embriaguez (ese tremendo pasaje en que se narra la fundación del primer prostíbulo del pueblo) y de la contención al delirio (todo el capítulo final), estimula pensar que, después de mostrar sus condiciones como dramaturgo, Ulises Cala haya patentizado sus aptitudes de novelista.

Ulises Cala o la cegadora nitidez de la oscuridad*

Yoshvani Medina

Revista Tablas 4/2005

 

Tal como regresan las estaciones, a cada debut de temporada teatral, siento la necesidad de trabajar una obra de Ulises Cala. Este ano, si los dioses del teatro me ayudan, podré montar "Ciertas tristîsimas historias de amor" en integralidad, un viejo proyecto que con el tiempo se ha convertido en una suerte de obsesión dramática.

 

Ulises Cala es un caso aparte en el paisaje dramatúrgico contemporáneo, y es que sin proponérselo, su obra se halla en resonancia con lo mejor de la dramaturgia contemporánea europea. "La otra orilla" es un ejemplo: en un solo texto podemos encontrar la ultranza emocional del sueco Lars Norén ("Demonios"), quien es capaz de llevar sus personajes a los extremos más crueles sin que el discurso dramático se crispe. Intensidad con sangre fría.


Sólo que en "La otra orilla" no hay una gota de sangre, ni fría, sólo el agua, la maldita circunstancia del agua...

 

Aquí la forma es tan importante como el contenido. Los estilistas de la forma teatral del siglo XX, pienso en el austriaco Peter Handke ("Ultraje al público") o en el alemán Heiner Müller ("Hamlet machine"), que tanto me sorprendieron hace unos anos, se sorprenderían acaso hoy de ver como Ulises, renunciando a ponerle el nombre de los personajes a los parlamentos, consigue una polisémica de un orden nuevo: de ahora en lo adelante cada director, actor o crítico que se acerque a "La otra orilla" tendrá que asumir la misma responsabilidad artística del dramaturgo, y elegir no sólo un personaje sino un sentido para esos parlamentos.

 

Y esto va más allá de los procederes formales de la actual generación. El español Rodrigo García ("Haberos quedado en casa, capullos") o la británica Sarah Kane ("4.48 Psicôsis") se hicieron las preguntas más inesperadas con respecto a la forma en el discurso dramático en estos últimos anos; Ulises Cala, al plantarnos frente al anonimato de sus parlamentos, va màs lejos:


Cala nos convida al riesgo: él no intenta un juego de pistas, sino que nos da a elegir entre unas cuantas posibilidades claras, llenas de pathos y al mismo tiempo de poesía, de belleza y desesperanza.  Quizás es la mejor manera de entrar en su universo, de hacernos entrar en su universo: lograr que el público se pierda entre lo que sabe y lo que conoce, para deslizarse en un mundo donde todo es duda y espejismos: la cegadora nitidez de la oscuridad.

 

En Ulises Cala la técnica es todo lo que no vemos, de ahí sus conexiones con el meticuloso dramaturgo alemán Marius von Mayenburg ("Cara de fuego").


Leyendo a Cala tenemos la impresión de que las palabras fueron escogidas con precisión y, una vez probada su eficacia, bordadas al discurso teniendo en cuenta su musicalidad y su color: "Si fuera tu vecino te escribiría todos los días un poema en la pared de mi cuarto para que lo leyeras desde el tuyo... Si luego lo borro no es que haya dejado de quererte, será el miedo a que alguna palabra no me deje verte despertar". Poesía sobre papel pautado, Cala es un compositor escénico, un poeta dramático: "El hombre es un ángel mutilado, nos arrancaron las alas y nos convirtieron en el peor de los bichos que se arrastra sobre la tierra. No es lógico, no es justo, pero es así".

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Hacía falta talento para sugerir la inmensidad evocando un río, y genio para que de esta indiscutible inmensidad transpirara el más opresivo ambiente. Cala convierte la inmensidad del río en un espacio cerrado, claustrofóbico, sin utilizar el mínimo artificio.

 

El teatro de Ulises Cala es ficción, visión. No necesita fijar el tiempo ni el espacio, la época ni el país. Sólo la intensidad de su sugestión basta para transportar el público, para gritar bien alto los secretos que sólo pueden decirse bien bajo. Universal, conciso y objetivo.

 

Cuando uno lee ese teatro, se da cuenta que Ulises sabe escribir para los intérpretes (entiéndase los que interpretarán esta obra, los actores, directores, críticos, pero también el público). Yendo a lo esencial, escribiendo sólo lo teatral y teatralizable, Ulises deja dentro del discurso unas enormes zonas de libertad para los intérpretes, a quienes considera como una pluma, como el crayón que de sus trazos esculpirá el silencio.


"Para esos no hay notas en el periódico, ni falta que les hace; lo triste es que los de la otra orilla no los conocieron y los de aquí los borraron para siempre".

 

Ulises no escribe para el teatro, sino por el teatro, atravesado por la teatralidad de su propia lengua. El teatro de Ulises Cala es la prueba de que el arte escénico es el único que saca la obra de su rigidez irremediable. Y vive como la vida. Y muere como la vida. Podré montar las obras más respetables, los Shakespeares más tórridos, los Pirandellos más desconcertantes, los más auténticos Molières. Pero si no
monto lo más rápido posible un Ulises Cala, juro que tomaré un pasaje de ida a cualquier parte donde pueda realizar mi sueno, aunque unos cuantos se queden llorando aquí, en la otra orilla.

De la provincia y todos sus demonios

La novela 'El pasajero', de Ulises Cala, es una obra disidente por el claro principio de la inconformidad, de la rebeldía que alienta las grandes causas cívicas.

por LADISLAO AGUADO, Madrid

19 septiembre 2005

 

La provincia es un paraje del que cuesta salir, aunque nos vayamos de Žl. Al menos, de la manera convencional que admitimos el adiós: en cuerpo y alma. Sin embargo, cuando la provincia se cierra frente a nosotros, cuando las carreteras lucen dar vueltas en redondo y los paisajes remiten a otros ya vistos, aquél que la habita comienza a mirar con ojos grandes el horizonte. Esa línea al fondo de uno mismo, es la puerta de cualquier ilusión por venir, de los sueños sin tropiezos y los anhelos más aciagos. En el pórtico del adiós, unos versos bellos y engañosos de T. S. Eliot, nos aseguran que el después está a salvo de cualquier recuerdo: "Because I do not hope to turn again/ Because I do not hope/ Because I do not hope to turn/ Desiring this man's gift and/ that man's scope".

 

La provincia es a veces una circunstancia física, siempre una mental y un sobresalto, cuando ambas concurren al unísono y todavía nos queda por delante el anhelo de irnos, o la certidumbre de quedarnos. Ulises Cala es un hombre de provincias, del mucho pueblo de la ciudad de Pinar del Río, y ha visto ese horizonte de carreteras en círculos y paseado las cuatro calles alrededor de los cuatro parques de todas las novias de su vida. Ulises Cala (como Guillermo Vidal, más que otros en la narrativa cubana) vive la provincia, su lejanía y también la desesperanza que se le crece dentro, con toda la severidad que el acto impone. Y así lo escribe, como sin querer, y doliéndole demasiado.

 

En El pasajero(Premio UNEAC de Novela 2002), el fluir de la escritura cobra el valor de un ajuste de cuentas personal, callado, con esa circunstancia de amor al horizonte que se nos crece dentro y limita el espacio de todas las vidas que nos circundan o llegamos a inventarnos, por la simple tranquilidad de no estar solos. Solos y sintiendo que mientras descorremos, aquella, nuestra geografía personal, el mundo sucede a nuestras espaldas y ya no hay cómo detenerlo. O al menos, no alguien anclado en aquellos parajes donde luce que debiéramos rezar a gritos para que Dios alcance a escucharnos.

 

Y de eso cuenta El pasajero. De tres grandes gritos a Dios, y de un piélago de lamentos menores, conformando la geografía de un pueblo sin nombre o salida, como todos los pueblos que nos habitan. Pero ni siquiera un grito grande a Dios, el desvarío de ahogos de un terruño, o las punzadas de las tristezas en el aire pueden remitirnos al mundo narrativo que Ulises Cala explora en esta novela.

 

Contada a prisa, la historia comienza cuando un joven aparece muerto en el vagón de un tren, que va a un pueblo del que no se permite salir. Y su muerte breve, anónima, es la excusa para exfoliar la pesadumbre de tantas existencias, luce que en vano, luce que llamadas a actos de dolor, amargos, desesperados.

 

Los personajes de El pasajero están uncidos por el sino de la lejanía, de la imposibilidad de huída, de un destino imposible y totalitario, donde el acto de partir, olvidar, marcharse, evoca la nostalgia, el empeño inútil de tales empresas, las duras consecuencias de su intento. Allá, en los límites comarcales por los que transita la narración, hombres y mujeres comparten la miseria de las suertes absolutas, impositivas, dictatoriales, con la resignación de quien ha dejado de pensar en semejante peso y más que dolor, acepta la utilidad del miembro gangrenado. Y esto, por fuerza, conlleva a posturas lacerantes, indecorosas.

Vivir el espacio contado en El pasajero induce a cuestionamientos éticos, incluso de carácter sociológico, que evocan la tara, la sordidez y lo aberrante como frutos naturales de la desesperación y el miedo. Justo allí, donde esa desesperación, ese miedo, dejan de ser eventuales y se convierten en sucesos periódicos, si no perpetuos; cuando la consternación y el pánico se metamorfosean en valores de uso moral y en los mejores aliados de una realidad montada sobre actos taimados, sucios, pero necesarios.

 

Que alguien muera en el tren que lo conduce hacia ese lugar de nadie, ni siquiera es importante para la historia. Su muerte es la metáfora de todas las frustraciones que nos asisten. Tres mujeres ven en aquel hombre que saben acaba de morir antes de llegar a ellas, la esperanza que las mantiene vivas y por la que son capaces de transgredir cualquier imposición, barrera ética o accidente físico. Ese hombre que viaja hacia ellas, ese hombre y ese viaje que ellas se apropian, esa especie de final feliz que todo ser humano espera, es un símbolo de fe. Ya ni siquiera religiosa, sino de una fe simple y llana en un día mejor, en un después sin la mala suerte de saber que la ilusión ha terminado.

 

El pasajero, no quepa duda, es una novela disidente. De la misma manera que La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, es una novela subversiva, o La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera, es ambas cosas a una vez. Y no hablo de disidencia política, ni siquiera de disidencia frente a un determinado suceso político. Es una novela que diside por el claro principio de la inconformidad, de la rebeldía que alienta las grandes causas cívicas, humanas. Una disidencia que no remite a actos valientes, a poses heroicas, a suicidios altisonantes. Por el contrario; la novela fluye como un río de pocas aguas, sin saltos ni fuertes corrientes, como si en ese fluir leve y calmo, pero continuo, residiera toda la agresividad de su permanencia. En tanto, el lector (y ya aclaró Baudelaire: semblable, frère), construye las analogías que completan el ímpetu y el discurrir del suceso narrativo.

 

Porque si vamos a ser precisos con los términos (y para que no quepa atemorizar a unos y contentar a otros al esgrimir el término disidente), El pasajero es una novela construida a partir de los miedos humanos y sociales del lector. No hay nombres de países, gobiernos, partidos o figuras políticas, sólo la historia de unos personajes anodinos en un pueblo extraviado en nuestra geografía interior, nada más. Un bello gesto de admiración a Rebelión en la granja, de George Orwell, pero no a su 1984 y he ahí la diferencia.

 

Y no digo con esto, que El pasajero intente provocarnos, no. Somos nosotros, los lectores, quienes buscamos la confrontación a que el texto nos induce, como pasa en las grandes novelas. Ulises Cala, allá en el mucho pueblo de la ciudad de Pinar del Río, sólo aviva sus demonios, los provoca.

Historias de demonios: Donde se habla de un dramaturgo y el teatro como exorcismo*

Por David Horta

(Sobre una puesta en escena de El dado Job de Ulises Cala por el grupo Théâtres)

Revista Cauce 2/2005

 

A nuestros día a llegado la historia de Job, santo varón del país de Us, descendiente de la línea de Esaú y padre de siete hijos y tres hijas, poseedor de ricos feudos y riguroso observador de la moral y las leyes. Todo un modelo de probidad y obediencia, fue por ello tocado, como ninguno, por la gracia de Dios. se cuenta, sin embargo,  que a Job le sobrevienen repentinamente la miseria absoluta y el dolor, las plagas y la muerte, traídas por la connivencia del Eterno y el Diablo en una apuesta donde se pondría a prueba una singular virtud: la de no maldecir, no renegar aún después de haber perdido en el juego todo cuanto se ama, la vida toda. Algunos dicen que el libro debió haber sido escrito por Moisés, con las memorias que de su vida dejó escritas el propio Job. Se piensa, en fin, que esta maravillosa historia fue tal vez enseñada por el patriarca del pueblo hebreo para que sirviese como ejemplo de paciencia y resignación durante su largo peregrinar por el desierto y el duro exilio.

 

Lo cierto es que el martirologio de Job queda como metarrelato y parábola del hombre forzado a través de los siglos a someterse a alguna autoridad, convención o establishment que le trasciende, irracional a veces, cuyo sino escapa a toda comprensión o impugnación y cuyo sentido de lo justo, la bondad o el deber son inamovibles. Pero el ser humano posee un arma metódica y definitiva: la duda, la duda que subvierte y que revela en él ansias de justica y libertad, de Verdad. El teatro sacro, tan socorrido por el arte y la literatura modernas a tenor de sus connotaciones universales sirve ahora a Ulises Cala (dramaturgo) y a Evelyn Gómez (directora escénica), en El dado Job, como fundamento para llevar a las tablas una reflexión acerca de la condición del ser humano y sus nociones de virtud, fe, pecado y castigo, a la vez que aborda sutilmente nuestra circunstancia inmediata y nuestra memoria histórica como parte de una sociedad que está cada vez más a la vera de este equívoco juego de azar que es el poder.

 

En esta obra escatológica. Que parte de la fabulación con el destino ejemplar de Job, sepultado bajo los gusanos, el pus, las úlceras de su piel putrefacta y las cenizas aún tibias de los cadáveres de sus hijos, aún aferrado tercamente a una esperanza: la promesa del bien retribuido por un poder que, buscando mayor gloria, ha sacudido sobre su cabeza los dados y se juega en él toda su suerte. Se me antoja, “aunque pueda estar muy lejos de la intención del autor”, una especie de alegoría u homenaje a aqueltexto antológico del teatro cubano, Los siete contra Tebas de Antón Arrufat.

 

Picado por el dolor y la tristeza, asqueado por su propio hedor y rechazado hasta por su mujer, su alma en estado larvario, Job nos conmina a hurgar en nosotros mismos para ver cuán similares a él somos, como nos abandona nuestro espíritu en eclosiones tristes para al final recordarnos, como lo fuimos para Cristo, sus llagas, sus verdugos. Nos acusa y lego protesta, con toda su fuerza, por una moneda que no escogió jugar. Un Job que decide, similar y a la vez distinto de aquella espeluznante visión en el dibujo de William Blake, que representaba el martirio del héroe bíblico mientras es acosado por pesadillas, infundidas por un ser, dualidad dios-demonio de alas y pezuñas, que se cierne sobre su cama de polvo y fuego.

 

Cala nos alecciona, desde una perspectiva más terrenal (aunque no menos infausta) acerca de las secuelas éticas demoníacas de la obediencia ciega y la ambivalencia existencial, así como la luz emancipadora que emana de toda pesquisa moral verdaderamente consecuente. Según esta mira el “error” o harmatia primaria que desencadena el drama precede al fallo moral de Job, pues aquella se manifiesta en el arbitrio de Dios; un Dios antojadizo que pone a sus criaturas las más descabelladas y contradictorias pruebas de devoción. De esta manera el hombre (nuestro antihéroe) se encuentra solo ante sus decisiones y definiciones y se muestra, ante nosotros inmensamente grande. La soledad que subraya y afirma su individualidad, el desamparo ante el destino, y, en consecuencia, el valor acrecentado de la voluntad y los principios para hacerle frente , vienen a reproducir en El dado… la tradicional manera trágica, tal y como la precisa Northrop Frye: “por más tupidamente salpicada que esté una tragedia de fantasmas, prodigios, brujos u oráculos, sabemos que el héroe trágico no puede simplemente frotar una lámpara y convocar un genio para que lo saque de apuros”. Job es “humano, demasiado humano”.

 

Aquí Ulises Cala también nos muestra, como en todos sus escritos, una cara mórbida, donde se devela el saldo que deja la conducta del instinto sexual domesticado, la represión o la transgresión de las normas sociales, esa lucha interior del hombre para emanciparse y ser. La mujer de Job es quizá el personaje que simboliza con mayor exactitud las convenciones que pugnan en el conflicto, el empuje de la conciencia abriéndose camino a través de los obstáculos impuestos por el fanatismo y la convención; su sentido de la realidad y lo justo (que reniega y desafía el designio divino y desprecia la resignación) y la resolución de su espíritu, aunque breve y ocasionalmente referidos por el autor (y a mi juicio poco explotados desde el punto de vista argumental) tienen una fuerte connotación ética y dramática. Su muerte, a manos del marido iracundo es, además de un importante punto de giro, el comienzo de la verdadera catarsis de la obra, que termina unos minutos después en un solemne y delicioso suspense: el dado se vuelca al fin con sus caras en blanco y no sabemos si, después de tanto delirio, Job “el hechicero”, se postra o domo su espíritu o si maldice y muere.

 

Como el resto de las tristísimas historias de amor de Ulises Cala, este texto es dramáticamente eficaz por su profundidad emotiva y solidez estructural, la riqueza de asociaciones presente en sus parlamentos y la ramazón psicológica del conflicto. Esto con un estilo que algunos podrían imputarle lo excesivamente verbalista o “lírico” para una pieza teatral, donde aparentemente escasea la moción de acciones concretas, es un logro notable, además de un reto a la agudeza intelectual y la pericia técnica de cualquier director escénico. Las Ciertas tristísimas historias de amor fueron concebidas a la usanza del teatro Nob, drama tradicional japonés donde se narraban las tribulaciones de los dioses, espíritus y demonios, mientras especulaban, empero, sobre los asuntos de los mortales: “(…) no hay techo que sostener, luego no hay columnas; ese techo que está allá arriba nada tiene que ver con nosotros y lo sostienen columnas que tampoco nos interesan”. Al respecto, a nivel del libro como unidad, me parece singular el hecho de incluir en cada obra un dramatis personae, sonde imaginarios “actores-personajes-narradores” encarnan las empresas de verdaderos protagonistas de la tragedia; estos son los únicos dioses que nos es dado conocer.

 

Ciertas tristísimas… nunca se ha representado en su totalidad. Apenas mos llegan ya los ecos de la puesta de Evelyn Gómez, entre otros directores, hiciera de Eróstrato, así como la muy sonada, precisamente El dado Job, dirigida por Yoshvani Medina hace algunos años. Por su parte, este nuevo espectáculo de El dado Job, armoniza con aquel espíritu Nob a que hacíamos alusión, al menos en cuanto a la sobriedad de medios (vestuario, luces, sonido, escenografía), el papel nuclear del actor y la acentuación de lo simbólico en la dramaturgia de la puesta en escena.

 

Aquí se exponen los resultados de una paciente indagación psicológica y filosófica de la mano de Evelyn Gómez, directora de Théâtres, proyecto que reúne, ocasionalmente, a una grupo de jóvenes actores en torno a un espectáculo también ocasional. En general podía decir que, con  todo y ser perfectible aún en grado considerable, es esta quizá una de las presentaciones más enérgicas y “consumadas” de las que han subido en los últimos años a las tablas pinareñas, contexto donde escasean las propuestas de rigor estético y se reacciona aún con cierto recelo ante calificativos como “conceptual”, “transgresor”, “no convencional” o “experimental”. Creo que, acaso por su cohesión y sus deseos de hacer teatro (cualidades bien raras en el contexto pinareño de los últimos años) aún más que por los resultados artísticos concretos, les salvo del conocido refrán que advierte que “en el país de los ciegos…”

 

Buena parte de esta “energía” de la que hablo arriba es propiciada por el desempeño en escena del joven actor Ariel Albóniga, quien exhibe oficio y emotividad y que, a pesar de su juventud, logra (sin dudas también al diseño de maquillaje, que remató una minuciosa caracterización) un Job agobiado y postrado por los años, la desilusión y la culpa. Sin embargo, el ineludible personaje de la mujer de Job espera aún por mejores momentos, menos impostados y desfavorecidos por un insuficiente trabajo vocal y soluciones de lenguaje corporal aún torpes, que pifian al pretender subrayar la sutilísima mezcla de delicadeza, sensualidad y fortaleza interior necesaria, a través de un frívolo juego de androginia. Este último es, a mi juicio, el lastre principal del trabajo de interpretación y dirección actoral.

 

La exploración estética de la joven troupe comienza apenas a recorrer el itinerario de los lenguajes escénicos contemporáneos, con cierto regusto nostálgico de teatro pobre y centrando sus etas en la búsqueda de un modo de expresión que los singularice en el ámbito de la producción local y nacional, algo que, por supuesto, aún está por ver.

La `Yerma' fecunda de Ulises Cala

By ELENA TAMARGO

Especial/El Nuevo Herald
 

Yerma, la tragedia de Federico García Lorca, de nuevo subió a las tablas, esta vez, recreada por el escritor cubano Ulises Cala y bajo la dirección de Yoshvani Medina. La lograda adaptación del texto original del poeta de Granada a la difícil síntesis del monólogo, así como su descontextualización de la España rural en una trasposición de valores de absoluta universalidad contemporánea, son las cualidades creativas añadidas que hacen de esta Yerma singular una muestra de las posibilidades del lenguaje teatral en todas la épocas.

 

La versión, presentada en el teatro ArtSpoken, es un trabajo en que el autor desarrolla, más que copia, el conflicto de la mujer infértil y el drama de no poder tener descendencia, que Lorca sitúa en un entorno rural y tradicional, donde ser madre era una obligación ineludible para todas ellas. Sin embargo, la Yerma que Cala presenta se ajusta a otros patrones actuales de la sociedad.

 

Cala, al estilo del dramaturgo alemán Heiner Müller en Medea material, hace una lectura actualizada en el tiempo del papel de la maternidad en la felicidad y la realización del amor; pero es a partir de la desestructuración de la historia que recoloca esa pieza clásica.

 

Uno de los riesgos fue llevar a una misma voz un texto que se vale de varios personajes con sus valores propios. La integración de lo que debieron ser diferentes actuaciones a una sola, la hace depender de las cualidades histriónicas de la actriz que encarna la Yerma, lo que sitúa el éxito o el fracaso de la puesta sobre una frágil frontera; porque el monólogo es, en la práctica, un alarde de actuación. En este caso, la actriz venezolana Miriam Amanda, bajo la dirección de Yoshvani Medina, estuvo a la altura del personaje y de otras Yermas.

 

Amanda hace posible que la obra de Cala logre un meritorio empaque escénico. Su fuerza, su elevación de mujer pequeña con medidas de adolescente se impone y nos parece estar viendo a la Yerma robusta, a la campesina con fuerza suficiente para matar a su marido. Su trabajo, que ha sido el de llevar todo un clásico del teatro a su voz y su gestualidad, estuvo precedido por una labor exhaustiva para calibrar las palabras y la expresión corporal que sustituirían los parlamentos de varios personajes condensados en un monólogo.

 

Asimismo el dramaturgo cubano Ulises Cala es un autor-investigador, un documentalista cuya obra se mueve al filo de la verdad como una combinación entre documento y ficción.

 

¿Cuáles serían, en suma, esas marcadas diferencias entre la Yerma lorquiana y la de Cala? La primera es una Yerma rural, habitante de un pueblo con dos calles; mujer atrapada por la urgencia de parir para demostrar que sirve. ¿Para qué serviría en sus circunstancias una mujer que no puede parir un hijo? La segunda, es una mujer urbana, que hasta le ofrece al marido un striptease.

 

Elementos de esa naturaleza y el modo de hablarle al hombre son suficientes para demostrar la contemporaneidad de la Yerma de Cala.

 

La escenografía le otorga al monólogo la crudeza de la desnudez extrema y obliga al espectador a un ejercicio de viva imaginación. Una escalera es todo. Yerma y la escalera con quien dialoga, que se transforma en su caballo, en su marido o en el cura cuando necesita confesarse.

 

Un valor adicional de esta Yerma son todos los poemas que el texto incluye. Como en el caso de la Yerma original, son romances que el propio Cala ha escrito para esta obra y cobran una importancia especial. Las rimas, por su carácter trunco y abierto, así como por su contenido noticioso, reafirman los estados humanos más relevantes del drama: la amargura y la frustración de Yerma por haberse casado con un hombre que no le puede hacer un hijo.

 

Ulises Cala, quien reside en Cuba, ha posicionado su dramaturgia con obras como La otra orilla, Infierno cinema y Encerrado afuera, que han ganado antes el reconocimiento del público y la crítica. Sus trabajos, de cierta manera ``diferentes'', tienen una nueva pauta en esta puesta del ArtSpoken. •

Por "Yoshvani Medina"

 

Ulises Cala es un caso aparte en el paisaje dramatúrgico contemporáneo, y es que sin proponérselo, su obra se halla en resonancia con lo mejor de la dramaturgia contemporánea europea. "La otra orilla" es un ejemplo: en un solo texto podemos encontrar la ultranza emocional del sueco Lars Norén ("Demonios"), quien es capaz de llevar sus personajes a los extremos más crueles sin que el discurso dramático se crispe. Intensidad con sangre fría.


Sólo que en "La otra orilla" no hay una gota de sangre, ni fría, sólo el agua, la maldita circunstancia del agua...

Aquí la forma es tan importante como el contenido. Los estilistas de la forma teatral del siglo XX, pienso en el austriaco Peter Handke "Ultraje al público") o en el alemán Heiner Müller ("Hamlet machine"), que tanto me sorprendieron hace unos años, se sorprenderían caso hoy de ver como Ulises, renunciando a ponerle el nombre de los personajes a los parlamentos, consigue una polisémica de un orden nuevo: de ahora en lo adelante cada director, actor o crítico que se acerque a "La otra orilla" tendrá que asumir la misma responsabilidad artística del dramaturgo, y elegir no sólo un personaje sino un sentido para esos parlamentos.

 

Y esto va más allá de los procederes formales de la actual generación. El español Rodrigo García ("Haberos quedado en casa, capullos") o la británica Sarah Kane ("4.48 Psicôsis") se hicieron las preguntas más inesperadas con respecto a la forma en el discurso dramático en estos últimos anos; Ulises Cala, al plantarnos frente al anonimato de sus parlamentos, va màs lejos: Cala nos convida al riesgo: él no intenta un juego de pistas, sino que nos da a elegir entre unas cuantas posibilidades claras, llenas de pathos y al mismo tiempo de poesía, de belleza y desesperanza.

 

Quizás es la mejor manera de entrar en su universo, de hacernos entrar en su universo: lograr que el público se pierda entre lo que sabe y lo que conoce, para deslizarse en un mundo donde todo es duda y espejismos: la cegadora nitidez de la oscuridad. En Ulises Cala la técnica es todo lo que no vemos, de ahí sus conexiones con el meticuloso dramaturgo alemán Marius von Mayenburg ("Cara de fuego"). Leyendo a Cala tenemos la impresión de que las palabras fueron escogidas con precisión y, una vez probada su eficacia, bordadas al discurso teniendo en cuenta su musicalidad y su color: "Si fuera tu vecino te escribiría todos los días un poema en la pared de mi cuarto para que lo leyeras desde el tuyo... Si luego lo borro no es que haya dejado de quererte, será el miedo a que alguna palabra no me deje verte despertar". Poesía sobre papel pautado, Cala es un compositor escénico, un poeta dramático: "El hombre es un ángel mutilado, nos arrancaron las alas y nos convirtieron en el peor de los bichos que se arrastra sobre la tierra. No es lógico, no es justo, pero es así".

 

Hacía falta talento para sugerir la inmensidad evocando un río, y genio para que de esta indiscutible inmensidad transpirara el más opresivo ambiente. Cala convierte la inmensidad del río en un espacio cerrado, claustrofóbico, sin utilizar el mínimo artificio. 

 

El teatro de Ulises Cala es ficción, visión. No necesita fijar el tiempo ni el espacio, la época ni el país. Sólo la intensidad de su sugestión basta para transportar el público, para gritar bien alto los secretos que sólo pueden decirse bien bajo. Universal, conciso y objetivo. Cuando uno lee ese teatro, se da cuenta que Ulises sabe escribir para los intérpretes (entiéndase los que interpretarán esta obra, los actores, directores, críticos, pero también el público). Yendo a lo esencial, escribiendo sólo lo teatral y teatralizable, Ulises deja dentro del discurso unas enormes zonas de libertad para los intérpretes, a quienes considera como una pluma, como el crayón que de sus trazos esculpirá el silencio. "Para esos no hay notas en el periódico, ni falta que les hace; lo triste esque los de la otra orilla no los conocieron y los de aquí los borraron para siempre".

 

Ulises no escribe para el teatro, sino por el teatro, atravesado por la teatralidad de su propia lengua. El teatro de Ulises Cala es la prueba de que el arte escénico es el único que saca la obra de su rigidez irremediable. Y vive como la vida. Y muere como la vida. Podré montar las obras más respetables, los Shakespeares más tórridos, los Pirandellos más desconcertantes, los más auténticos Molières. Pero si no monto lo más rápido posible un Ulises Cala, juro que tomaré un pasaje de ida a cualquier parte donde pueda realizar mi sueño, aunque unos cuantos se queden llorando aquí, en la otra orilla. 

Avignon Festival Chapelle du Verbe incarné 2006

La lección del pasajero*

Por Ana Luz García Calzada

Revista Cauce  4/2007

 

En el diverso panorama de la novela cuna actual, El Pasajero de Ulises Cala resulta un libro singular. Cala nos engaña primero con la posibilidad de enfrentarnos a un texto policial, y aunque de cierta forma lo es por la investigación que se abre ante la aparición del cadáver de un joven en un tren de provincias, realmente estamos ante el tema de la muerte y sus contrarios, “el amor y el erotismo”, pero ligados siempre a un contexto en donde encontramos como ingrediente fundamental el contratema de la intolerancia y sus consecuencias: represión, engaño, esclavitud, violación, prostitución y desesperanza.

 

Con un amplio dominio de las técnicas narrativas, El pasajero se arma a partir de tres tipos de narradores: uno en tercera persona que permite la objetividad necesaria para presentar las situaciones con un realismo descarnado que raya en ocasiones en el absurdo,, y un relevo de personajes en primera y segunda que van entrelazando sus historias personales a la historia principal signada por la predicción de una cartomántica que anuncia, a través de una de sus cartas, el caballo de bastos, la llegada al pueblo de un joven bello y amado que traerá la mala suerte.es significativo el uso de las historias intercaladas a manera de cajas chinas que complementan la historia central y enfatizan la atmósfera de opresión, miedo, frustración y crueldad, para darnos un fresco de una sociedad regida por los poderes de un Alcalde y sus secuaces, en una serie de sucedidos que enturbian la existencia de un pueblo agobiado por la injusticia y el uso y abuso del poder. Muy eficaz en las escenas tanto de amor como de erotismo, Cala regala momentos donde la intensidad de las pasiones son tratadas con realismo detallista que enaltece o rebaja el contenido anunciado con gran pericia.  En este sentido los paralelismos entre amor, erotismo y muerte conforman muy tejido muy bien elaborado que nos hace pensar en esa pluralidad diversa de que nos habla Octavio Paz cuando afirma la conexión inseparable de la muerte con el placer o cuando nos habla de la sexualidad como respuesta a lo que termina, o sus reflexiones en torno a la degradación de erotismo como una perversión in crescendo que ha corrompido la imaginación humana. Así, en El pasajero destacan, entre otras, las escenas del médico con la sirvienta negra comprada como mercancía, la relación sin amor del conductor con su esposa, y la violación masiva a que es sometida la joven ingenua por los soldados al mando del sargento. Y sin embargo, en medio de tanta aberración, flota el amor verdadero que despierta ese joven que llega con el humo del tren, el cadáver amado y deseado que, como un fantasma, atraviesa todo el transepto estratégico narrativo para internarse, desde una mesa de disección improvisada, en el imaginario colectivo del mundo presentado; historia de rebordes kafkiamos que echa mano de una segunda persona a veces colectiva donde la voz es un griterío silenciado que remata su coda en la presencia, intangible, pero estremecedora, de dos ángeles caídos: la incertidumbre y el miedo.

 

Los personajes de la novela El pasajero no tienen nombre sino que son llamados por sus oficios o funciones dentro de la obra: el conductor, el jefe de estación, el médico, el alcalde, la mujer del conductor, el proxeneta, la novia, la prostituta, ect. Tampoco el lugar y la época se mencionan directamente aunque se infiere que es un pueblo cubano en tiempos de la pseudo república, un pueblo cerrado a toda posibilidad de elección y esperanza. A través de una prosa precisa y transparente no exenta de poesía, Cala nos extiende un hilo invisible pero eficaz para que podamos interpretar las situaciones. La novela reproduce con excelencia un ambiente pueblerino donde todo se maneja subterráneamente y donde se enseñorea un atmósfera asfixiante y densa, cercada por el humo de un tren ruinoso que se completa con la imagen de la muerte del joven, fuerte alegoría de la fatalidad.

 

La novela termina con una escena donde convergen todos los supuestos implicados, unos tratando de ocultar el hecho, las otras (tres mujeres) tratando de identificar el cadáver, siempre desde posiciones bien diversas: la novia abandonada y ahora casada con el jefe de estación, la poeta que de cierta manera anunció la llegada de ese tren inexorable y que augura con aquellos versos “tren de la madrugada,/con el encanto del pasajero que va sin prisa/ a ningún punto”, y la madre que quiere comprobar si se trata del hijo. Final de gran fuerza por lo absurdo y riesgoso de la situación. Contundente alegoría esta de la muerte tendida para su examen y que semeja de alguna manera la escena inacabada del famoso cuadro Lección de anatomía de Rembrandt, y digo inacabada, porque si observamos la obra del pintor holandés, nos damos cuenta que tres de sus personajes están sorprendidos por la llegada de otros que el pintor sabiamente omitió y que podemos contemplar en las miradas de aquellos, personajes que entran dentro de nuestro pensamiento y nos involucran o arrojan dentro del suceso, artificio que también en la novela se duplica a la manera de un happening para que descubramos la identidad de aquel cadáver flotando como un fantasma sobre una mesa (de disección) de la oficina ferroviaria, descubrimiento que no se les (nos) permitirá en un lugar donde se manejan los peores intereses y en donde el amor yace vencido por la negligencia, la ambición y el odio. Novela inquietante que resuma dolor y frustración, impotencia y confusión, necesidad y libertad, y donde la muerte es un leitmotiv, instrumento que Tadeusz Kantor explotó como nadie en su teatro de muerte y en específico en su montaje basado en la obra homónima de Rembrandt. El cadáver de un pasajero nos alerta sobre la violenta certidumbre que supone la anulación del sujeto como uno de los peores estigmas de la sociedad. Con esta novela Ulises Cala se revela como un novelista de raza que echa mano a los artificios teatrales para hacer más vívidas muchas de las escenas, que trasvasadas por la imagen central del cadáver, nos introducen en una suerte de happening lectivo que nos deja una amarga y contundente lección.

Por Waldo González López

Del hondo calado de Ulises Cala: Una muchacha con la cabeza llena de pájaros

22 de Fbrero de 2012

 

                                                 «Un pueblo que ni siquiera existe.»

                                                                     La Prostituta        

 

Una nueva puesta de Yoshvani Medina invita a visitar su breve pero muy funcional sala de ArtSpoken, más aún si la obra en cartelera es de la autoría de uno de sus dramaturgos preferidos, tan pinareño y cubano como él.

 

   Se trata de otra pieza del dramaturgo, narrador, poeta y editor Ulises Cala, que una vez más toma a su cargo el director que le ha dado resonancia internacional al destacado escritor residente en la más occidental de las provincias cubanas, pues ha sido justamente el también laureado autor Yoshvani Medina quien ha montado no pocas de sus piezas.

 

   Asimismo, Yoshvani estrenaría sus obras Los dictados del fuego (2010), El dado Job (2010), Yerma(2011) y Rosita (2011). Además, en el diciembre miamense del 2011 —durante el exitoso I Festival Internacional de Obras de Pequeño Formato— estrenaría Eróstrato —interpretada por el actor costarricense John Chávez— y Las hijas, versión de La casa de Bernarda Alba, de García Lorca (como parte de la trilogía de Cala, que también integran Yerma y Rosita.

 

   Desde la primera (Ciertas tristísimas historias de amor, en 2008), hasta Una muchacha con la cabeza llena de pájaros que —tras resultar finalista en el Concurso Internacional de Dramaturgia Innovadora, en el Madrid de 2005— es el más reciente estreno y una de las más sólidas propuestas de la cartelera escénica miamense, en cartelera desde dos semanas atrás, actuada por los destacados intérpretes de la TV Rosalinda Rodríguez, Natalia Ramírez y Gabriel Porras.

 

DE LO REAL MARAVILLOSO Y EL REALISMO MÁGICO            

El propio Medina ha definido la atractiva y nada común obra como un thriller psicoerótico. Creo que —al margen de precisiones y fichas estilísticas— la pieza de Ulises Cala se adentra en el genuino micro (y macro) mundo del narrador más profundamente mexicano: el asombroso creador Juan Rulfo, al que apenas le bastaron dos libros de narrativa (la novela Pedro Páramo y el breve conjunto de cuentos El llano en llamas), para insertarse por derecho propio en el panorama de las letras, y no digo sólo aztecas, sino universales.

 

   A nivel de texto, la puesta de Una muchacha… explota con talento el mágico orbe rulfiano para —gracias a la lograda atmósfera de clausura y ahogo— combinar/imbricar planos, contextos, situaciones, a un tiempo, suerte de entelequias que se cruzan y entrecruzan con logrado aliento catártico.

 

   La fantasía literaria y teatral se funden hasta confundirse en una atmósfera ambivalente, mixturada en un continuo adelanto-retorno, avance-regreso, entrada-salida de la realidad tan irreal, como la irrealidad de lo real, a la vez, siempre inesperada, como acontece en la propia vida, donde en cualquier esquina de la ciudad, de la nación y del mundo, nos puede acontecer (y de hecho, sucede) el otra vez inesperado hallazgo de la magia de la existencia.

 

   Estas situaciones sólo son posibles en el contexto De lo real maravilloso, original tesis planteada por el no menos universal Alejo Carpentier en el prólogo a su fundacional novela El reino de este mundo (1949), en tanto —según el brillante autor de El siglo de las luces y Concierto barroco, entre otras decisivas novelas— la factura mágica (recordar el «vuelo» de Ti Noel en El reino…) de estos hechos le advirtieron al narrador sobre la fruslería de las poco creíbles hipótesis surreales de André Breton, vertidas en el primerManifiesto surrealista, pues tales fenómenos sólo ocurren en la que denominara José Martí «nuestra América».        

 

   Asimismo, el realismo mágico, que ya presagiaban —mucho antes que aparecieran en los ’60 García Márquez y su Macondo— el narrador y poeta cubano Félix Pita Rodríguez en su fabuloso pueblo latinoamericano San Abul de Montecallado (que diera título a su primer volumen homónimo, publicado en el México de 1945), como en su posterior Tobías (La Habana, 1955), como el uruguayo Juan Carlos Onetti y su también mítica ciudad de Santa María, que por primera vez aparece en sus cuentos de La casa en la arena (1949), como en su posterior novela La vida breve (Buenos Aires, Sudamericana, 1950), a partir de los que transcurrirá la acción de la gran mayoría de sus nuevas novelas y cuentos.

 

UNA PUESTA SINGULAR

Por su ardua complejidad, la puesta impuso preparación física, voluntad y energía de los actores, en especial de Gabriel Porras quien, en su policía Justo, evidencia tal brío, observado en los complicados movimientos que desarrolla en el breve espacio del escenario-jaula.

 

   Tanto el conflicto, como las transiciones y la cadena de acciones físicas son desarrollados con acierto por Porras, como por Natalia Ramírez (El Ángel) y Rosalinda Rodríguez (La Prostituta), recién premiada por el jurado que —compuesto por la primera actriz cubana Ana Viña y los críticos Baltasar Santiago Martín y quien escribe el presente artículo— decidiera los lauros del I Festival Internacional de Obras de Pequeño Formato.

 

   Insisto en el desempeño del trío de actores, como en otros logros. El lucimiento de los intérpretes merece el destaque: la entrega «angelical» de Natalia (quien parece levitar por el micro escenario: esa angosta jaula, suerte de metáfora del encierro a que alude la excelente escenografía de George Riverón (responsable de la lograda dirección de arte); la organicidad ya habitual de Rosalinda (cuya entrega vence y convence al crítico por su excelente actuación), y la credibilidad lograda por Porras (que en todo momento parece va a saltar fuera de la jaula-escenario a asesinar a alguien del público): tales son las virtudes de sus respectivas creaciones.

 

LO TEATRAL/CINEMATOGRÁFICO

Puesta de alto tejido escénico y, en consecuencia, cinematográfica, evoca por su excelencia, a uno de los mejores momentos de la escena habanera de los últimos años: la excelente Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, de Azama, a cargo del talentoso Carlos Celdrán, cuyo montaje recuerdo al visionar esta no menos magnífica puesta de Medina, y debo apuntar que ambos directores no se conocen.

 

   Como ya mi admirada colegamiga Julie de Grandy apuntó lo coreográfico-actoral de los actores, como la función minimalista de la puesta (que ya se va haciendo común en los montajes de Medina, añado), no insistiré sobre ello.

 

   Debo anotar otro tanto en Natalia Ramírez, quien interpreta con lograda afinación, las canciones integradas a la banda sonora del experimentado Tonit Mir.      

 

 

   Por último, sólo me resta sugerir,  a quienes aún no han visionado la más reciente oferta de Yoshvani Medina y ArtSpoken, que no deben perderse esta entrega de indudable calidad.

Por Xiomara J. Pages

Julio 25, 2015

 

"Sombras" de Ulises Cala.

 

Dirección:  Yoshvani Medina.

Elenco:  Luis Paiz, Nathalie Pagani, Mónica Guilarte, Ramón Hernández, Ana Betty Sánchez, Emilce Van Den Bergh, y  Rose González.

Escenografía:   Carlos Artime

Vestuario y Maquillaje:  Angel Lucena

Visuales: George Riverón

 

 Invitada  por el director Yoshvani Medina  fui a ver esta noche,   la obra  "Sombras" de Ulises Calas  en el teatro,  ArtSpoken, de Miami.   Llegué temprano a  pesar de la lluvia,   y  saludé a algunas viejas  amistades.   Entre ellas,  estaba la pequeña  Adriana,  de 8 años,  hija de Yenilen Mola.   Mola   trabaja  varios cargos en dicho teatro,  incluyendo  la  de ser  una  nueva revelación  como  actriz   (El Malentendido,  El  Jueguito,  La Profesión de la Sra. Warren).

 

 La trama  de "Sombras"  describe a  un cardenal  libidinoso  que  se dirige hacia el  Vaticano   para reunirse con el   Cónclave,  ya  que  el  Papa ha muerto.    Su llegada a una  Posada para pasar la noche se torna  en  una mezcla  de  preguntas  y  secretos,  irreverencia  y  fe,   ironía  y lujuria,  vicios y sombras,  que al final   les  cambia  la vida  a   cada personaje.   La obra de desarrolla  entre  la  ingenuidad  y  la blasfemia .... y   la constante  ironía,   unida a la buena actuación  del elenco ,  sacaban  la  risa  de los espectadores.  

 

Cabe mencionar  que  estos actores de varias nacionalidades y con acento neutro,   son el producto  de  los  talleres actorales  dirigidos por el propio  Medina, y que la obra  se  montó  en apenas 5 meses.

 

 Confieso que  Ulises Calas  no   es uno  de mis  dramaturgos  favoritos,  pero reconozco  su  talento, no obstante.

 He  visto  antes,   y recuerdo  otras  obras  suyas.......[ 'Sinfonía en Do Mayor (y la menor)',  'Eróstrato',  'Los Dictados del  Fuego',   'Yerma',  'Una Muchacha con la Cabeza llena de Pájaros,'  'Rosita',  etc.]  

 

Su temática  es  generalmente  intensa y profunda,  irreverente,  y  sarcástica.    Esta obra en particular,   me recuerda   el  teatro  francés   (Garnier,   Moliére,  Racine ).    Calas  logra  siempre  mantenernos  atentos  de  principio  a  fin,  y  en este  caso   demuestra,   que  no por cómica,  deja  de  tener  profundidad.

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